Publicación: 19 de Octubre de 2017
Autoría: Aquileo Venganza
La historia colombiana está atravesada por notables episodios violentos, que encarnan la tradición y ética de las clases dominantes en cada generación ¿Qué tanto de esa violencia está aferrada a nuestras prácticas culturales?
La historia, traducida a nuestra occidentalidad, nos ha venido demostrando que la romántica y eufemística narración, que se enseña en las aulas escolares, sobre la conquista española, no es más que eso, un carnaval de adornos enrevesados que buscan preparar a las mentes infantiles para asumir la verdad: la violencia ha estado presente y se ha naturalizado en cada episodio de la realidad nacional.
El mismo suave matiz, que aplaca la crudeza de la violencia, se le aplica progresivamente a cada uno de los episodios que fueron llenando el rojo de la bandera. Recuerdo mis libros de historia en primaria: ilustraciones de seres sin rostro divisable, pero con elegantes trajes y sombreros, un prominente bigote, que hacía las veces de boca, nariz y ojos; sosteniendo alguna especie de maza deforme, blandida en compañía de varios de sus compañeros, todos con el mismo aspecto; y el pie de la foto: 9 de abril de 1948, El Bogotazo.
Las mismas ilustraciones antropomorfas, descarnadas y descaradas, se repetían a lo largo de las páginas y los volúmenes, hasta llegar a ese episodio que llaman La violencia, con mayúscula incluída. Pero siendo uno tan joven e incauto ignora la necesidad y la verdadera funcionalidad de la letra capital en este tipo de casos.
¿Por qué “La violencia”? ¿Por qué Dios?
La respuesta es, más o menos, la misma en ambos casos: el lenguaje se construye de forma arbitraria aunque inconsciente, por el grupo que lo habla a su medida, ese mismo que termina destacando, con su expresión, los puntos centrales de su universo cultural. La respuesta a los interrogantes anteriores queda aún más expuesta en una actualidad en la que todavía se debate la separación entre la iglesia y el Estado, incluso por altos funcionarios institucionales.
Dejando de lado la inherente participación de la religión en este asunto, hay que reconocer que La violencia no podría tener un lugar más central en nuestra historia, por eso se justifica en gran parte la necesidad de contar una versión suavizada y maquillada.
Pero lo que se niegan a aceptar, tanto educadores como políticos (y educadores políticos), es que esa violencia de los libros está presente e inculcada de diversas formas en el diario actuar ético de las instituciones nacionales, en las decisiones corruptas de sus funcionarios, en los tradicionales amañes de los defensores de las leyes hechas a su medida; y en los padres que le enseñan a sus hijos a ser ventajosos, mezquinos, egoístas y oportunistas: la cátedra institucional de la colombianidad.
Este mismo discurso se dicta sin distinción de clase, aunque el clasismo en Colombia es mentalidad y política de estado, adaptando cada quien la lección más o menos a su contexto. Cada quien en Colombia tiene de quien aprovecharse y a quien robar, aca hay espacio para todo aquel dispuesto a ocupar su lugar en el andamiaje criminal de la legalidad.
“Todos saqueamos aquí. Desde los congresistas que saquean el Congreso hasta los ‘desechables’ que saquean los carros de los congresistas”, dice Antonio Caballero para definir lo que ha llamado ‘Cultura del saqueo’.
Basta con ver cada uno de los hechos recientes, los que de igual manera se vienen presentando desde la época de la conquista española. No hay que olvidar que los valientes conquistadores que honramos como próceres de las ciudades más importantes de Colombia, no eran más que sanguinarios y avariciosos terratenientes, capaces de enfrentarse a sus propios ejércitos con tal de sacar algún provecho de la tierra recién arrebatada.
Y así, más o menos, ha transcurrido la historia a nuestros días, si lo miramos con detenimiento: bandidos de cuello blanco extrayendo todo lo posible del erario público, bandidos de cuello rojo robando a los primeros, instituciones en las que el robo es una política que trasciende todas las jerarquías, y un público expectante, aprendiendo a sacar provecho de cada situación, creando su propia ley por encima de una ley igualmente corrupta, transmitiendo a los más pequeños esa misma idea: todo vale.
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