Publicación: 11 de Septiembre de 2017
Autoría: David Mejía
Si bien durante la guerra en Siria e Irak los más afectados son la población civil, también el patrimonio arquitectónico y milenario han sufrido daños o han desaparecido. Pero, ¿acaso no es la guerra lo que impulsó esas edificaciones?
El problema ético fundamental de distinguir lo bueno y lo malo es uno de los embrollos más complejos a los que se puede enfrentar, independientemente de la situación específica en la cual intente distinguir lo bueno de lo malo. Esta tarea suele ser fácil, o inocua, si se aplica a la naturaleza. En el mundo natural no existen, es imposible juzgar a la víbora por su veneno o al lobo por masacrar a las ovejas.
El bien y el mal son problemas atinentes al ser humano.
Ahora, ¿cómo juzgamos los hechos del pasado entre buenos y malos? Y más aún ¿cómo juzgamos los hechos colectivos?, —que son productos de naciones más que de personajes particulares. La guerra específicamente suele ser un hecho lamentable, juzgada, casi universalmente, como mala. El ser humano siente reticencia hacia ella, pues, funciona como una fuerza destructiva, que se lleva vidas y estructuras, causa dolor y es la culpable de la extinción de culturas, de lenguas y conocimientos a los que jamás tendremos acceso.
Sin duda situaciones como la del Crac, o la de Palmira, ponen de manifiesto lo perversa que puede resultar la guerra para el patrimonio cultural material. Sin embargo, ¿no fue la guerra la que dio luz al Crac y a Palmira? Es claro que ambas maravillas son productos directos, o indirectos, de la guerra: el Crac es un mastodóntico castillo obra de la ingeniería militar de los Caballeros Hospitalarios, una fuerza armada europea que fue parte de la invasión al Oriente Próximo durante las ‘Cruzadas’. Mientras que la ciudadela de Palmira, si bien una construcción civil, no hubiera existido de no ser por las ansias expansivas del Imperio Romano y la eficacia bélica de sus legiones para dominar en el oriente.
Pero a pesar de la fama internacional de la destrucción de Palmira, alcanzada quizás por ser devastada con fílmica hazaña por el Estado Islámico, no es el único ejemplo de pérdida de patrimonio. Krak des Chevaliers, o el Crac de los Caballeros, una impresionante fortaleza cruzada edificada en los siglos XI y XII, fue víctima de los estragos de la guerra, presenciando fuertes combates y bombardeos, entre fuerzas del gobierno Sirio y rebeldes apoyados por Europa y Estados Unidos, durante los años 2013-2014. La UNESCO alertó de los posibles daños creados por estas escaramuzas, pero hasta el día de hoy no ha podido comprobar in situ la gravedad de las afectaciones.
Madre y destructora. Eso fue la guerra. No solo para los casos mentados sino también para mil y un casos más. Incluyendo casos cercanos como las murallas de la vieja Cartagena o más universales como la Gran Muralla. Incluso podemos ir más allá de las simples maravillas arquitectónicas de un genio defensivo, y señalar cómo los rasgos espirituales de un pueblo, muchas veces, parecen forjarse al calor de los cañones. Culturas como la japonesa o la alemana —hoy pacíficas— contaron con un prolífico pasado belicista del que parecen preservar hoy elementos como la disciplina, el honor, la severidad y la eficiencia, que antaño caracterizaron a sus famosos ejércitos.
Lo puesto aquí es solo un llamado de atención para reflexionar sobre la naturaleza de las cosas humanas, sobre una de las paradojas que rodea al hombre: lo que nos destruye visiblemente también nos edifica, en otras dimensiones, como las experiencias personales van construyendo al humano, incluso las malas le dejan enseñanzas, hasta cicatrices físicas, pero que suelen construir capacidades reflexivas, fortalezas, carácter, singularidad.
Es como si el eros y el thanatos, la vida y la muerte, se encontraran entrelazadas. Es claro que los impulsos violentos son parte de la vida, pero ¿hasta qué punto la vida misma puede ser resultado del impulso violento de los hombres?
Palmira antes de la guerra (izq.) y actualmente (der.).
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