Publicación: 18 de agosto del 2021
Autoría: Aquileo Venganza
El estallido social llegó para disrumpir los significantes de la movilización social en un país abocado a la represión y la guerra. Nuevos símbolos, consignas y actores de la protesta, se han asentado a fuerza de lucha en el imaginario colectivo.
En ese sentido el mismo esfuerzo de estigmatización, que tradicionalmente ejercen los medios masivos en detrimento de quienes se manifiestan, ha servido para visibilizar la importancia de encontrar nuevas voces, palabras e interlocutores, que le den un matiz de realidad a lo que muestra el noticiero.
Estos meses de paro han puesto un prisma sobre muchas realidades normalizadas (como el abuso policial y el asesinato selectivo), creando todo un microcosmos de la movilización; dándole un nuevo sentido ético al empleo de la palabra -vándalo-, cuestionando el acto político de considerarse “gente de bien”, quitándole el exclusivo uso de “primera línea” a los ruinosos vestigios del Metro de Bogotá y, por supuesto, convirtiendo la calle en un lienzo vivo para el descontento popular.
La historia del graffiti y de los y las graffiteras no es corta en Colombia. Las realidades, costumbres y maneras de ver la vida son diversas y territorialmente endémicas, así como las formas de hacer arte; no en vano las paredes de las diferentes ciudades del país son una escuela tan fructífera para artistas, a veces tan disímiles en sus orígenes y trayectorias, pero que por igual han forjado las bases de un oficio que encarna un acto político.
La percepción del graffiti como producto de consumo en la contracultura global es paradójica ante la realidad social colombiana.
Bogotá, por ejemplo, es una de las principales ciudades reconocidas en el mundo para hacer graffiti, según un sondeo de Instagram que realizó Bombing Science. No en vano un aficionado al graffiti tan afamado, como Justin Bieber, quiso dejar su marca al visitar la ciudad dada la reputación de sus paredes.
La misma ciudad en la que Justin pudo aquella noche de octubre del 2013 ejercer libremente el arte callejero, fue en la que, bajo uno de sus puentes vehiculares, un Policía asesinó a Diego Felipe Becerra en el 2011 por realizar exactamente la misma actividad. El de Trípido, como firmaba Diego, es un caso que define la dualidad de un arte al que se le persigue y se le explota comercialmente por igual.
Desde luego que la popularización globalizada del graffiti ha traído diversos beneficios que no se quieren poner en duda, como movilizador de paz en Bogotá se ha afianzado su práctica bajo mesas de trabajo distritales que reciben más o menos apoyo, dependiendo de quién gane las elecciones; En la Comuna 13 de Medellín también el graffiti ha sido un vehículo de movilización y cambio con fama internacional.
Pero es precisamente por este espacio que ya tiene ganado el graffiti en el entorno urbano que se necesitaba revalidar su carácter insumiso dándole -literalmente- una nueva perspectiva.
No; este no es un artículo sobre las perchas de los y las manifestantes del paro.
Nos encontramos en un momento del graffiti en el cual tenemos diversos tipos de artistas que encarnan una función social específica de acuerdo a su relación con la práctica: hay quienes llevan su propia marca alrededor del mundo como embajadores de la calle colombiana; hay quienes se dedican a enseñar y compartir su talento a nuevas generaciones; así como también hay quienes se preocupan por crear espacios colectivos para que el arte callejero siga cumpliendo la función social de incomodar.
Esta última función de incomodar, aplicada tanto a la ejecución de la acción directa del graffiti político, como al debate implícito que trae la resignificación del piso como catalizador de la protesta, parece haber brindado al graffiti otro ángulo para poner en perspectiva su campo de acción ante el mundo de lo ciudadano.
Mientras tanto patrimonio urbano, como progreso urbanístico parecen avanzar a contradicción de las problemáticas sociales de los territorios, se da una doble ocupación del espacio público en el estallido social; la de la movilización masiva y la de la grandilocuencia de las grandes obras del no-lugar urbano, las cuales ya no sorprenden por el tamaño o la cantidad de autos en el trancón, sino por la contundencia de las frases en ellas trazadas.
En diferentes ciudades del país el trabajo colectivo de parches que se dedican al graffiti o el stencil, ha mantenido viva esta actividad de resignificación patrimonial a través de la discusión directa con lo público, resistiendo tanto al conservadurismo indiscutible de un pasado beneficioso con ciertas clases políticas, como a la conversión de las vías en espacios muertos para la identidad territorial y lo comunitario.
Dejar una marca como rasgo de la presencia propia ha estado en el quehacer de la humanidad desde la época en la que se retrataban escenas de cacería en cavernas entre los períodos paleolítico y neolítico (35000-5000 AC, aprox.).
Esa huella antrópica de existencia, que desde los albores de la civilización sirvió como reafirmación de individuos y comunidades, siguió allí, ferviente, como un rasgo oculto pero inalienable de lo que es la ocupación humana como expresión.
Creció con los poblados, fue llevada a las fábricas, vivió el cambio de estructura económica y el ascenso de las clases comerciales. Esa huella, en un comienzo trazada por pigmentos obtenidos de la naturaleza, se convirtió en pintura, los petroglifos y las cuevas rocosas, a su vez devinieron en paredes, muros y fachadas.
Pero así mismo como el avance civilizatorio ha forjado principios como la solidaridad y la cooperación, ha sido también la guerra uno de los mayores rasgos del asentamiento de la especie humana, y avanzando nuevamente en el tiempo hasta las ciudades europeas post industriales nos encontramos de nuevo con las paredes que sirvieron de lienzo para los primeros graffitis políticos de resistencia.
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