Publicación: 20 de Septiembre de 2017
Autoría: Salvador Arracadas
No hay tiempo para escuchar. La vida no lo permite en su afán por existir y no ser más que un cúmulo de años que pasan y se olvidan. Extraviada en esta ciudad con los años y se fue alejando de sus habitantes. Los abandonó al tiempo y el tiempo se hartó de ellos y al final, sin sospechas ni simulacros, se abandonaron a sí mismos. Así caminan hoy en día, ajenos a esas calles y a esos parques que no se inmutan.
Frente al Parque Nacional, la carrera Séptima, que condescendiente avanza de norte a sur y de sur a norte. No tiene necesidad de escoger, es mejor dar gusto a todos. El parque pierde sus contornos en su eterno fornicar con los cerros, allá donde suben a fumar marihuana, a empalar mujeres y violar a otras, robar, matar, bajar a toda velocidad y el pavimento con las ruedas que se besan y eructan al tocarse.
Sentado en una de las bancas del parque, Rafael Uribe Uribe me acompaña a un par de metros. La banca me obliga a ver la Séptima y su incansable desfilar de carros y gentes que caminan mirando al piso, que bajan la mirada cuando alguien los ve. Aún hacen reverencias, aún se sienten intimidados por una mirada a los ojos. Ven al piso para no pisar mierda o no tropezar o caer en hueco. Ven a la izquierda, a la derecha o atrás para que no lo roben. Nunca de frente.
Una aguda gritería acompañada de silbatos venía acercándose. Sus pasos modulaban su velocidad según el entusiasmo de quienes gritaban. Parecían muchos pero no eran más de cuarenta personas. Cuarenta estudiantes que marchaban y saltaban mientras sus arengas resonaban un poco más graves al acercarse al parque. El efecto Doppler también se ve en las marchas sin importar lo pequeñas e ignominiosas que sean.
En un pequeño instante dejaron de pasar carros por la Séptima hacia el norte y los cuarenta estudiantes pasaron el semáforo de la calle 36. ¡Poropopó! ¡Poropopó! ¡El que no salte quiere privatización! ¡Poropopó! No todos saltaban. No a todos les molestaba la privatización siguiendo la lógica de sus cantos.
En la vanguardia varios estudiantes llevaban disfraces y uno con la cara pintada de mimo contradecía su atuendo gritando esa misma frase. En la retaguardia, tomados de la mano cercaban a sus compañeros, desde el separador de la Séptima hasta el andén donde el parque comienza. Detrás de ellos un motociclista de chaqueta roja con el logo de TransMilenio los acechaba cada vez más cerca. Una estudiante, que era más un eslabón en esa cadena humana que los hippies parecieron inventarse hace ya más de treinta años, volteó su rostro y gesticulando con ira exhortaba al motociclista a respetar su derecho a protestar. Eso sería lo ideal, pero bien pudo haberle recordado a su madre en un pueril intento de ofender.
Los carros pitan y pitan, desde el semáforo que pasó de rojo a amarillo y de amarillo a verde. Ninguno avanzó. Como si se dieran cuenta que avanzar y parar en la mitad era infructuoso. Más trancón. Más desorden. Ninguno avanzó y la marcha siguió tranquila. Ese pequeño borrón de gente, porque ni mancha llegaban a ser, siguió saltando y sus gritos se hacían más claros.
Cuando alcanzaban la mitad del límite del parque, justo frente a Rafael Uribe Uribe sus bríos menguaron y los gritos se pausaron. Su público, esos caminantes, que no todos se detenían a verlos gritar y a ver sus disfraces, no estaba interesado en su protesta. A ninguno le importaba la privatización. Ninguno saltó. Pocos recordarán esta marcha que ya se escuchaba lejana cuando llegó al semáforo de la 39.
El tráfico de la Séptima se reanudó frente al Parque Nacional. Avanzó una cuadra y en el semáforo volvió a detenerse. La marcha seguramente siguió deteniendo a los carros. Rafael Uribe Uribe y su memoria elogiada en aquel monumento siguieron allí, viendo pasar personas y, cómo frente a él, algunos muchachos saltaban en sus bicicletas. La marcha poco le importó, el trancón mucho menos. Así como, a muchos, no les importa quién fue él.
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