Publicación: 13 de Junio de 2017
Autoría: Aquileo Venganza
En Colombia nos hemos acostumbrado a que el periodismo de los medios tradicionales sea una búsqueda constante de figuración y audiencias ante la tragedia humana y la muerte.
Como lo había mencionado en una columna anterior, pareciéramos vivir en una época en la que la democratización del internet nos brinda acceso a toda clase de violencias y acciones humanas crueles e inexplicables, que antes permanecían ocultas a los ojos de todos.
Esas violencias, que muchas veces se perciben como actos arbitrarios de –individuos- enfermos y ajenos a la salud pública, tanto física, como moral y mental, están ahora al alcance de un click. Paradójicamente los medios que no se consideran tan democráticos, han tenido que suscribirse a la misma lógica de lo digital y adaptarse a las redes sociales y su lenguaje.
En el caso particular de nuestro país, esta realidad se ha convertido en una ventana hacia el corazón descarnado de los conflictos endógenos.
La ambigüedad con esta saturación de realidad es que, al relegarse la violencia al individuo enfermo, comienza el espectador o el usuario a ignorar que se encuentra frente a una imagen hiperbólica de las problemáticas a su alrededor.
En diciembre pasado ocurrió en Bogotá un hecho que sorprendió ampliamente a la opinión pública nacional. La violación y asesinato de una menor de edad desplazada por la violencia, perpetrado por un personaje en condiciones económicas y sociales diametralmente opuestas.
“Se da igual en estratos uno, dos, tres que en estratos cuatro, cinco y seis. No hay influencia directa sobre la violencia económica y social. Es un factor generalizado que hace parte de una cultura machista y agresiva que existe en toda Latinoamérica pero Colombia es un país donde más vemos este fenómeno”, afirmaba en ese entonces a Semana, Carlos Valdéz, Director del Instituto de Medicina Legal.
¿Pero cuál fue el direccionamiento principal que tomó la información?
El martirizar aún más a las víctimas por su condición ineludible de indefensión y en detallar lo exótico de la vida del victimario, por tratarse de un personaje del cual jamás se esperaría tal acto.
“Flaco favor el que le hacemos a la justicia y a la sociedad describiendo una atrocidad como esta”, afirmó Valdéz en otra entrevista al mismo medio.
¿Qué sentido tiene ser los emisarios de una noticia que no producirá nada más que dolor e impotencia? ¿Acaso todos los hechos están aislados entre sí?
Las declaraciones del Director de Medicina Legal, con motivo de este caso, son muy importantes para reconocer la subsistencia de esos conflictos internos y además el papel ético que tienen los medios, no solo como portadores y reveladores de una supuesta verdad descubierta, sino con el devenir de su entorno social.
En estas palabras podemos vislumbrar otro de los pecados de nuestros canales tradicionales de información: predicar y no aplicar.
Más de una vez se ha visto a un medio, de cualquier plataforma, dándole cabida a declaraciones que contradicen ampliamente su oficio diario y la manera en la que seleccionan estos mismos sus agendas.
¿Es que acaso la autocrítica es percibida como una opinión que no corresponde al medio? ¿Es culpa de las universidades? ¿Del facilismo de la tecnología? ¿O de un periodismo enfocado en ‘captar audiencias’ antes que formarlas?
Formar una audiencia es diferente a captarla, por simple lógica semántica se puede deducir que hay algo dispar en dichos verbos.
Cuando se forma una audiencia, se busca crear, producir o construir algo específico en un grupo o una comunidad de personas, ya sea una reflexión, un movimiento o un cambio de cualquier especie, hacia cualquier sentido político que se desee.
Por otro lado, al captar una audiencia, un público frío y estático, nos imaginamos al periodista como un simple recolector y organizador de hechos fragmentarios en mitad de un enorme cultivo de material para ser consumido y excretado.
Vemos por televisión a presentadores de pie en mitad de filas de escombros y cadáveres, alardeando por haber llegado primero y balbuceando información inconclusa que las personas no están preparadas para entender.
Recientemente la muerte nos recordó que estamos lejos de los designios divinos y que la acción humana es la que define el curso de los acontecimientos.
Miles de familias en Colombia son lanzadas hacia las periferias a subsistir marginalmente para luego ser olvidadas en la normalidad de su subsistencia. Al sol y la lluvia, muy lejos del cobijo del Estado, bajo instituciones débiles que no son capaces de anteponerse a la forma propia de su entorno natural.
Los medios tradicionales (por no decir hegemónicos) televisivos, escritos o radiales, son quienes durante décadas se han encargado de educar al grueso de la población colombiana a través de su respectivos canales, muchas veces más que la escuela y la familia. Son ellos mismos quienes deberían preocuparse, desde arriba, porque nuestros valores como sociedad no sean únicamente acciones reaccionarias ante la tragedia, o maratónicas jornadas de la Teletón.
Las necesidades están ahí, latentes. Esa misma solidaridad que hoy se profesa por las personas que sucumbieron ante lo inevitable en Mocoa, debería ser una voz despierta, consciente y demandante ante lo evitable en muchas partes del país.
En Ciudad Bolívar hay una gran cantidad de huertas comunitarias, en las que lxs vecinxs se han unido para estar más cerca de la naturaleza, combatir la inseguridad alimentaria y crear opciones de ocio que aporten más a la vida.
El impuesto que plantea el gobierno de Petro a las bebidas azucaradas es necesario, pero con los cambios realizados las últimas semanas al articulado, cada vez más insuficiente para garantizar el derecho humano a la alimentación y a la nutrición adecuada.
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