Opinión

¡Perdónalos padre!

10 minutos

Publicación: 14 de Septiembre de 2017

Autoría: Aquileo Venganza

¿Y qué vale más al fin y al cabo? ¿La sonrisa y la esperanza de millones de fieles? ¿O una revolución para oídos sordos? Columna a propósito de la vista de Francisco I a Colombia.

La pasada visita del papa Francisco I a Colombia trajo muchas consideraciones y revisiones de los valores eclesiásticos, que tradicionalmente han marcado el hito de la religión católica nacional.  Se trata de rupturas, que a simple vista, podemos catalogar de irrealizables en nuestro contexto, palabras que se convertirán en una semilla más que se ahogue entre las piedras.


Entre terratenientes ultraconservadores, recibiendo cuantiosos ingresos en el campo de la educación; y funcionarios públicos que no saben distinguir entre un estado ateo y uno laico, se entretejen los más importantes estrados de la alta alcurnia catolicista en Colombia.

Lugares privilegiados desde los cuales, sin ánimos de entrar en el oscuro mundo del conspiracionismo, se han tomado trascendentales decisiones políticas que afectan al grueso de la población.

Esa misma población ha estado, tanto tiempo, obnubilada por dos extremos opuestos: por un lado, los sermones acartonados y anacrónicos, que recuerdan la época enla que desde los altares se condenaban las posturas políticas y se atizaba al pueblo a exterminar al enemigo. Por el otro, estimulado por la incomprensible verborrea subversiva de unos cuantos, que encontraron, en la teología, una vía de congregación para las comunidades marginadas.

Y es que la religión mayoritaria del país es, sin lugar a dudas, una fauna extremadamente diversa, eso sí, alimentándose de un solo centro que le fortalece y le da su lugar de gran brújula moral contra el declive societario: el creyente.

¿Qué sería de Francisco I sin los millones de personas que, desesperadamente, durante su estancia en Colombia, buscaron cualquier mínimo contacto, como si se tratara de una deidad mística materializada entre los hombres?

Y es bajo la luz de esa pregunta —y de las vastas discusiones en torno a uno de los sucesos más importantes de nuestra historia reciente—, que emerge visible un rostro. Uno que representa millones más. Uno particularmente sonriente, lleno de esperanza. Al borde del éxtasis y las lágrimas.

¿Cómo decir que no es auténtica esa demencial y, a veces incomprensible, demostración de fervor religioso? ¿Cómo quitarle el mérito a Jorge Bergoglio de haber hecho sollozar de alegría a todas nuestras abuelas?

Ese es un rostro que el papa conoce a cabalidad y, que sabe no lo llevará a ningún lado. Por eso llama a los jóvenes y marginados, ateos y agnósticos: todos aquellos que antes eran lanzados fácilmente al infierno gracias a los pastores que nos hemos merecido.

Conoce tan bien ese rostro, que sabe lo estériles que resultarán su palabras, si estas únicamente sirven para mantener esa base mohosa y resquebrajada de la iglesia Católica. Pareciera, no sólo, dar cuenta de rostros, también de paisajes, cuando reconoce que hay que tomar nuevos caminos para cerrarle el paso a toda esa estirpe arcaica, enquistada en el alto poder católico, cundida de discriminación, misoginia y corrupción.

La sonrisa de la abuela, por otra parte, es ingenua frente a los verdaderos poderes y las figuras que mueven los hilos tras bambalinas. Tal vez por eso, solamente un hombre que se transfigure en servidor de los suyos y esclavo de la solidaridad, podría aportar un guiño desde otro mundo desconocido. En el que las semillas del cambio no terminen asfixiadas por las pesadas piedras que la corrupta y anacrónica Iglesia Católica ha depositado sobre ellas.


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